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Cultura

Detrás de un árbol de la vida

Solía regalarse a las parejas, en el día de su boda, un árbol de la vida. Esa antigua tradición de Izúcar de Matamoros, en Puebla, se ha perdido, pero no los árboles. De diseño profuso, intrincado, se forman de barro policromado.

Por: Jimena Sánchez-Gámez / Fotos: David Paniagua Swipe

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Un árbol de familia

Está hecho de barro policromado y no hay forma de otear de golpe la procesión de pequeñas cosas que lo adornan. Para apreciarlo es necesario pasear primero los ojos de rama en rama e identificar las flores, las hojas, las frutas y los animalitos encaramados en cada una. Luego subir la atención hasta las seis puntas hechas para sostener velas.

En la base se encuentran las únicas figuras humanas en ese universo de arcilla, Adán y Eva. Un lánguido tigre tapa la desnudez del hombre, una cabra no era suficiente para ocultar por entero lo que la mujer debía esconder. Al ver esta pieza y enterarme de la tradición que esconde, viajé a Izúcar sin pensarlo demasiado.


Izúcar,

Llegué a una ciudad acalorada, una ciudad llena de acequias. Por su clima, vine a saber, Izúcar pasó el Virreinato entero rodeada de ingenios donde se producía caña de azúcar, también aguardiente y piloncillo. Me dijeron que la única hacienda que permanece en funciones y todo lo concentra es la de Atencingo. Fue otra en ruinas, la de San Nicolás Tolentino, la que llamó mi atención.


Vi correr sin ganas, a un lado de los muros desvaídos de San Nicolás, el río Nexapa. Subí unas escaleras, parecían conducir a ninguna parte, ahí estaba el acueducto. La pequeña iglesia de la hacienda es la única que todavía sabe de movimiento.


La Parroquia de Santa María de la Asunción se levanta en una esquina de la Plaza Principal, adornada con banderas de papel picado ajenas a cualquier cosa que no sea el viento; hay otro templo de fachada amarilla y holgadas dimensiones, la Parroquia de Santo Domingo. Dejé las bancas y el olor a incienso, para asomarme a los pasillos del convento a un costado, a sus pinturas murales.

Luego llevé mi curiosidad al otro lado de la acera, al Mercado Miguel Cástulo Alatriste, el mercado con picos en el techo. No hubo rastro de artesanos o árboles de la vida. Ni ahí ni en otra parte. Acudí, por suerte, a la Casa de Cultura.


Colorida revelación

Pronto supe que las personas de pinceles aún existen, solo que el suyo es un trabajo privado, pintan y duermen en el mismo sitio. Sus talleres, sus sueños, es preciso buscarlos en los barrios. Catorce son los que componen Izúcar, pero si me concentraba en el de Santa Catarina y San Martín Huaquechula encontraría varias familias dedicadas al arte de moldear y colorear el barro. Más lejos del centro se hallaban Elfego Vázquez en el barrio de Los Reyes y Saúl Montesinos en la colonia Lázaro Cárdenas.


Me recomendaron probar también a qué saben las mañanas en otro barrio, La Magdalena. De presentarme muy temprano en la Panadería Juanita, descubriría las creaciones de Pedro Piedra recién salidas del horno de leña: pan rayado, pan de panela, reventadas y palomas, empanadas de arroz y de azúcar.


El oficio amoroso

Isabel Castillo, una mujer de pelo blanco y costumbres en la piel amontonadas, me enseñó que los árboles de la vida toman tiempo. No hay molde que valga, cada elemento está hecho a mano. Las generaciones encima se lo mostraron a ella y sus hermanos, sus hijos también lo han asimilado: el del barro es un trabajo amoroso, obcecado.


Con la arcilla aún remojada debe quedar lista, en una sentada, la estructura de un árbol, es decir, la vara principal y sus arcos y ramificaciones. Los adornos, las flores, las figuras superpuestas aceptan en cambio más calma, se confeccionan de a poco. Una vez modelada la pieza, el barro se deja secar, se cuece, se cubre de blanco, se policroma.


Ese momento, el de la pintura, es el que distingue las cosas que se fabrican en Izúcar de Matamoros. Porque los árboles de aquí, a diferencia de aquellos en Acatlán, también en Puebla, o Metepec, en el Estado de México, están saturados de grecas, puntos y líneas que todo lo cubren. Se dibuja de manera prolija, tupida, sin pausas, como si de una filigrana de detalles se tratara.
“Nuestras creaciones no dejan el barro al descubierto”, me dijo Joaquín Balbuena, un hacedor de sencillos árboles de la vida, pero también de arcas de Noé, incensarios y cirqueros que ya nadie más realiza.


Hay quienes han perfeccionado y complicado la técnica, como Martha Hernández y sus hijos en el Taller Alfonso Castillo. Su trabajo circula entre coleccionistas, museos y exhibiciones en el extranjero. Jorge y Ulises, los hermanos detrás de Arte Casbal, experimentan con el oficio del pueblo. Además de avocarse a la creación de piezas convencionales, han querido migrar el arte policromado y sus delicados patrones al cuerpo humano.


Imaginación sin límite

“Cada figura se queda con algo de quién la hace”, me soltó Tomás Hernández con una sonrisa diminuta, mostrándome un árbol muy distinto a aquel que inicialmente vi. Adán y Eva no aparecían en esa obra dedicada a las cuatro estaciones. Iba a aprender que la imaginación de los artesanos no está constreñida, que los sahumerios y los árboles de la vida son lejano principio en la tradición izucarense de hacer hablar al barro. Los primeros se siguen utilizando en las procesiones que cada barrio hace para rendir homenaje a su santo; los segundos dejaron atrás su condición de obsequio de bodas y evolucionaron para darle cabida a cualquier tema: la muerte, la primavera, el chocolate, las danzas, el mole.


Se sentía humedad en el taller de don Tomás, la culpa es del barro mojado, pensé. En una mesa al centro estaban depositados sus años, el conocimiento de sus manos: ángeles y diablos, catrinas, calaveras en llamas, luchadores, tumbas acompañadas de dolientes y flores, campesinos con sombrero sosteniendo gallos.
“Para darle movimiento a los muñecos, para permitirles dobleces y vida, hay que incrustarle hilos de alambre al barro”, me dijo el artesano. En el cuarto contiguo, un par de hombres le daban forma a las hojas que habría de llevar un árbol de vida y muerte. Afuera, en el patio, las hijas del maestro pintaban calaveras.


Con todo este aprendizaje, escogí mi árbol, uno poblado de máscaras y danzantes, y vislumbré el sitio donde iba a acomodarlo al regresar a casa.

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