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Huasca, la voz de la tierra

En Hidalgo se obran prodigios. Esta historia familiar sabe a caviar mexicano (escamoles), huele a bosque y abraza con palabras.

Por: Aisha K. Swipe

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Emmanuel Campos

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El padre de mi madre fue escamolero de nacimiento, mi bisabuelo y su padre también, hombres fuertes y enjutos que, cuando no buscaban hormigas, labraban la tierra.

La tradición terminó con mi madre y sus dos hermanas ‒en parte porque nacieron mujeres, en parte porque apenas crecieron, dejaron Hidalgo para buscarse la vida en la Ciudad de México‒.

De mi abuelo recuerdo muy poco, pero dice mi madre que tengo sus ojos. Cuando él murió, mi abuela se vino a vivir con nosotras, nomás no se hallaba en la ciudad”, decía, pero en Huasca los recuerdos le cercenaban el alma. Pobre de mi abue, dicen que no comía, nomás se le iba en puro llorar”.

Por eso vendió su casa, quizá por lo mismo fuimos tan pocas veces a Hidalgo y seguro que también de ahí venía mi fascinación por el bosque.

En la infancia me distraje con risas y juegos, pero cerca de los treinta quise saber todo sobre mi abuelo. Mucho me costó que mi abue hablara de él, se le aguaban los ojos cada que le preguntaba algo. Fue hasta que me escuchó decirle a una amiga que nunca había probado los escamoles, que me contó todo.

Después de oír que, apenas salía el sol, mi abuelo bajaba entre las barrancas a buscar las larvas para venderlas en San Miguel Regla y que, antes de que cayera la tarde, regresaba a casa para que mi abue guisara las que había traído para la cena, supe que tenía que volver a Huasca y probar el verdadero caviar mexicano: los escamoles.

Aprovecharía para dar una vuelta por Peña del Aire y, desde luego, iría a San Miguel Regla.

Ernesto Polo

| Fiesta de sensaciones

Salí de la ciudad antes del amanecer, tomé la carretera México 85D y la México-Pachuca. Fue un camino fácil, tras un par de horas de señalamientos y nopales repletos de tunas, hice la primera parada en Real del Monte. Hacía tanto que no sentía el frío de las montañas y el olor del bosque. Mi vista se perdía entre el verde y marrón del camino y la imagen de mi abuelo con su sombrero y sus manos llenas de tierra. Seguí por la 105 de Pachuca-Huejutla de Reyes hasta llegar a Huasca.

Las fachadas de colores vivos me eran conocidas. Pasé por el mercado, la imagen magnética de las mujeres en el afán del anafre atrajo mis pasos. Todo lo que veía era una fiesta de sensaciones; jarros, cazuelas, juguetitos de madera y muebles de hierro forjado me alegraban la vista. Rápido se fue la tarde entre techos de teja, artesanías y puestos de barbacoa.

Emmanuel Campos

Una taza de café acompañó el despreocupado andar de las palomas en el quiosco. Entrado el mediodía, el tañido de las campanas de la iglesia de San Juan Bautista marcaron la hora de partir.

Quise quedarme en lo que ahora es un acogedor hotel: la Exhacienda San Miguel Regla, la misma que hacía cientos de años fuera hogar del conde Pedro Romero de Terreros, esa misma donde mi abuelo vendía sus escamoles. Me instalé ‒boté la pequeña maleta que llevaba en algún lugar de la habitación‒ y fui a dar un paseo alrededor del lago; los patos graznaban casi en silencio y de los árboles colgaba musgo.

El salón de juegos, las cabañas y la capilla me hacían creer que estaba en un castillo medieval. Cuánta paz había aquí, por fin pude terminar el libro que llevaba meses paseando en el bolso. Cerca, hay un acceso privado a los Prismas Basálticos, el parque que se ha vuelto insignia de Huasca, el primer Pueblo Mágico de México.

Emmanuel Campos

|Casualidades que cautivan

A la mañana siguiente, me dirigí a Peña del Aire, ubicada a menos de 10 kilómetros de la Exhacienda, basta seguir la avenida Las Carreras unos 30 minutos para llegar. Es un espectáculo de no creerse; un risco que da la apariencia de pender ingrávido en un cañón de 700 metros de profundidad que une Veracruz e Hidalgo.

En el camino, le conté a Israel, el guía de la Exhacienda que me acompañaba, que había venido a Hidalgo a probar los escamoles, también a él le sorprendió que nunca los hubiera comido. Después de lanzar nuestros gritos feroces al vacío y recibir de vuelta las carcajadas del eco, Israel les preguntó a los encargados del ejido dónde podíamos encontrar buenos escamoles y, de esas coincidencias que te alegran el día, resultó que ellos en un rato se iban “al escamol”.

Nada me tardé en pedirles que nos dejaran acompañarlos. Está recio el sol y hay que llegar bien abajo de la barranca”, me contestó Mario y en cuanto levantó la mirada, me reconocí en sus ojos color ámbar.

Resulta que Mario es escamolero y que su padre y su abuelo también lo fueron, así que supongo que ese conocimiento, al igual que el color de los ojos, se hereda en los genes, porque, cuando al fin estábamos bien abajo, con sólo ver el suelo, supo que estaban ahí.

Un suave murmullo salió de la tierra, un sonido quedo y efervescente anunciaba el revuelo de aquellos seres diminutos. Aguas que se trepan”, y apenas Mario levantó la piedra supe a lo que se refería; no sólo se te echan encima, las hormigas muerden que te arde hasta el alma.

Emmanuel Campos

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|En busca del oro blanco

Mario metió la mano
en el hormiguero

con mucho cuidado
para no dañar el nido

y conseguir el preciado tesoro.

Es muy importante no lastimarlas ni hacer la extracción más de tres veces al año”, aun así las hormigas arremetieron contra su brazo, rápido y como pudo se las sacudió con una rama.

Las manos le quedaron pintas, “así es como todos saben que fuiste al escamol, ni como negarlo”, dijo. Con el oro blanco en nuestras manos y unas buenas ronchas, subimos de regreso. Estábamos satisfechos.

Apenas llegamos, Mario puso en la leña un sartén con mantequilla, frió epazote y chile serrano y salteó las larvas con un poco de sal. Sin hacer aspavientos, sirvió los escamoles en una tortilla hecha a mano y nos acercó el plato.

Algo que parecía tan sencillo se volvía un derroche de placer a cada bocado; no sólo por su sabor y el trabajo que nos costó sacarlos, pisar la tierra por donde tantas veces mi abuelo había pasado, les daba un sazón especial. Israel me aseguró que estaban más buenos que en cualquier restaurante.

Hay una diferencia abismal entre llegar y ordenar, y descender entre las barrancas hasta hallar lo que buscas. Hay una sensación de gratitud con la tierra que no viene en ningún menú.

La comida pasó entre historias de insectos y risas. No sabría decir con precisión a qué saben los escamoles, no se parecen a nada que hubiera probado antes, pero lo que sí puedo decir es que son una caricia al paladar y al corazón.

Emmanuel Campos

| Un breve romance

Volvimos a la exhacienda con la puesta del sol. Un espectáculo de fuegos artificiales nos recibió, encandilada por las luces, caí en cuenta que hacía mucho que no me sentía tan feliz. Dormí como nunca. La tranquilidad de mi habitación y el amor que sentía por la tierra de mis abuelos me prendaron de Huasca.

Por fortuna, aún me quedaba el bosque. Israel me recomendó ir a El Arquito, un lugar nada concurrido, “ideal para despejar los pensamientos y aquietar el alma”. Está muy cerca de la Exhacienda, a 3.5 km aproximadamente.

Se toma la carretera Tulancingo- Pachuca y luego la desviación a Los Reyes Tepezala.

____
Este bosque no figura
entre los sitios más turísticos de Huasca,
eso lo vuelve un encanto secreto.
Está tan vacío que casi
se puede oír la respiración de los árboles.

Su nombre deviene de la formación rocosa, similar a un arco, que la naturaleza puso en medio de aquel lugar. A lado del arco, corre sin prisa un arroyo. Su leve borboteo tararea la canción más feliz, mientras el viento álgido pegaba en la cara.

Tenía las manos heladas. Algo pasa en el bosque que el frío no se siente igual que en la ciudad; no se sufre, seduce. No quería irme. El alma se me constreñía, mientras encendía el auto. Los kilómetros de regreso pasaron entre suspiro y suspiro.

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Volví a casa con mi abuelo
bien puesto en el corazón.

 

Contacto

Hotel Hacienda San Miguel Regla,
Avenida de las Carreras S/N,
San Miguel Regla, Huasca de Ocampo, Hidalgo

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