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San Luis Potosí fuente de la eterna adrenalina

Adentrarse en la Huasteca Potosina implica entregarse a una aventura en cuerpo y alma para realmente descubrir su esencia.

Por: XIMENA CASSAB FOTOS: DASHA HORITA Swipe

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❱❱❱❱ Cuando me dijeron que la Huasteca Potosina tiene ríos tan azules y de agua tan cálida que podrías pensar que te sumerges en el Caribe, y que existen más de diez actividades de aventura que se pueden hacer en los alrededores, decidí emprender mi propio viaje.

Lo que no sabía en ese momento es que estaba por enfrentar mis propios miedos, y por descubrir una nueva pasión por la adrenalina acuática.

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Tras un viaje en coche de poco más de seis horas desde la Ciudad de México me andentré en la Huasteca Potosina. Decidí establecer mi base en Ciudad Valles, la segunda ciudad más grande del estado después de San Luis Potosí, sencilla y con pocas actividades turísticas, pero con la mejor ubicación para desde ahí acceder a los diferentes lugares de aventura inmersos en la selva.

❱ ¿RÁPIDOS O LENTOS?

La primer actividad en mi lista era visitar los rápidos del río Tampaón. Me levanté temprano y dediqué la primera hora de la mañana a una alimentación alta en proteínas, sabía lo importante que era inyectar mi cuerpo con energía antes de hacer una actividad que requiere concentración y esfuerzo físico.

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Tras una caminata de 40 minutos, me reuní con el resto de la “tripulación”. Éramos un grupo de casi quince personas. Al comienzo temí ser la única primeriza, y pensé que el resto de los participantes me verían con ojos de desconfianza.

Mientras nos poníamos el equipo, un chaleco salvavidas de alta flotación y un casco, conversé con algunas de las personas. Para mi alivio, sólo un par habían hecho rafting antes. Para los demás, era su primera vez.

Nos dividimos en grupos de cinco, y cada uno tomó el control de uno de los tres botes inflables, bajo el comando de un guía experto certificado. No podría haberme sentido más segura.

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Como estábamos en una loma, rodeados de flora selvática, entre los seis tomamos nuestra balsa y caminamos hacia el río.

Conforme nos acercábamos, el ruido del agua que corría se volvía más fuerte y al mismo tiempo mi corazón se aceleraba. Fue una increíble la sorpresa con la que me encontré cuando llegamos.

El Tampaón es perfectamente turquesa. El paisaje me relajó por un momento: rocas calizas blancas se extendían a los lados y eran envueltas por las ramas verdes de la selva tropical. Sin pensarlo demasiado, tiramos el bote al agua y saltamos dentro, cada uno con su remo en mano.

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La corriente era muy suave y mientras nos alejábamos del punto de inicio, Carlos un guía muy profesional y carismático, nos explicaba los comandos que recibiríamos de su parte, la mejor técnica para remar y también las medidas de seguridad.

La regla más importante: nunca sueltes el extremo superior de tu remo mientras estés sobre el bote. Podrías hacer que algún miembro del equipo pierda un diente por un golpe.

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Con esta introducción y un aullido al aire estábamos listos para adentrarnos en las aguas del río. Remen, remen con fuerza”, gritó Carlos divertido, mientras nos acercábamos al primer rápido. Como en una turbulencia a bordo de un avión, el boté comenzó a sacudirse. No sabía si mis manos sudaban por la emoción o si era el río lo que las había mojado.

Sentí cómo mi único agarre era el remo, y mientras más fuertemente lo introducía en el agua, más firmeza tenía. Nosotros también gritábamos y reíamos, más por nerviosismo que por emoción.

Lo logramos. Habíamos superado
nuestro primer enfrentamiento con el río.

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De un espacio de más de 20 metros de ancho, el río se introduce entre las montañas hasta descender por un espacio cada vez más angosto, hasta que solo cabe una sola balsa entre dos altísimas paredes que se levantan como un fuerte.

El murmullo del río, el viento y el cantar de las aves son lo único que se escucha. Lo bueno de este recorrido es que las zonas de rápidos no son muchas y están alejadas unas de otras.

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El resto del camino es tranquilo, perfecto para disfrutar del paisaje que te rodea.
Me parecía casi difícil decidir entre concentrarme en ver el agua o ver las golondrinas que pasaban volando a unos cuantos metros.

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En los espacios más tranquilos, saltamos al agua para refrescarnos y dejar que la corriente nos llevara.

Estuvimos flotando durante más de cuatro horas, que no parecían haber transcurrido más que por el hambre que sentía y por la cantidad de kilómetros recorridos.

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Cuando llegamos al final, no sólo me sentí como una profesional del rafting, sino que había encontrado a cinco nuevos aliados en la aventura. Cuando regresé al hotel, apenas tuve fuerzas para cenar unas enchiladas potosinas (¿qué más?) y caer rendida.

Al día siguiente,
mi aventura tomaría un giro.
Ya no se trataba
de aferrarme a un remo,
sino a dejarme ir.

TOMA AIRE Y SALTA

Al oír la opción de salto de cascadas primero no supe qué imaginar. No dejaba de pensar en una caída libre de decenas de metros de altura y me invadía el terror.

Cuando llegué al río Micos, nuevamente armada con casco y chaleco salvavidas, fue casi un alivio saber que la altura máxima desde donde saltaría sería solo de ocho metros.

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Antes de comenzar con el recorrido, los guías nos explicaron la técnica de salto, donde lo más importante es entrar al agua derecho para evitar sentir el golpe en alguna parte del cuerpo.

Lo segundo era tocar el casco dos veces con la palma de la mano al salir, como señal de que todo estaba bien. El primer salto era pequeño, unos tres o cuatro metros. Con el valor adquirido el día anterior, salté sin pensarlo.

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El río está cubierto por vegetación. Aún con la corriente, cada cascada está invadida por enredaderas que le otorgan un toque místico al lugar.

Así fui avanzando, cascada tras cascada, hasta llegar a la última. Ahí estaba. Parada a ocho metros por encima del agua, que me esperaba tranquila, fresca, casi con una sonrisa.  Vamos. No lo pienses. Salta”, me decía.  Con un grito de valor tomé vuelo y me dejé caer.

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Sentí perfectamente cómo acomodé mi cuerpo para estar lo más derecha posible mientras caía como flecha. Cerré los ojos, y lo siguiente que supe es que ya estaba saliendo del agua para saltar nuevamente.

Aunque cada brinco fue emocionante, conforme fui avanzando en el recorrido más quería que aumentara la altura. Saber que estaba superando un reto personal hacía mucho más profunda la aventura.

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Descenso en Azul

La última prueba, casi como un postre, fueron las cascadas de Minas Viejas, donde me esperaba un descenso en rappel desde 50 metros de altura.

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Al borde del río, invadido por la sombra de los árboles, pude ver cómo el camino acababa, pero me era imposible saber qué me esperaba abajo.

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Asomarme sin estar sujeta a una cuerda era demasiado peligroso, por lo que tendría que esperar hasta el momento en que fuera mi turno de bajar para descubrirlo. Al inicio estaba demasiado concentrada en la seguridad como para mirar hacia abajo. Pero, cuando finalmente lo hice, me encontré con un paisaje espectacular.

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Dos grandes pozas de agua azul me esperaban al final del camino. Una era por la que descendía y la otra, por la que el río bajaba en forma de cascada. Parecían dos grandes albercas, que ningún ser humano podría haber diseñado mejor.

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❱  Tras haber hecho los saltos libres, la seguridad de ir amarrada a una cuerda convertía esta hazaña en “pan comido”, incluso para aquéllos que temían a la altura.

En el camino, suspendida como en un columpio, me detuve. Tomé un profundo respiro y dediqué unos minutos para recordar todo lo que había hecho en los últimos dos días.

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El tiempo que transcurrió quizás fue poco, pero yo me sentí como una persona cambiada. Me sentía cansada y a la vez orgullosa.

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